Recorro las calles de una bella ciudad castellana y tengo muchos lugares donde ir. Me esperan y desean en todos esos lugares y estoy seguro que en muchos otros que deseara visitar tendría, igualmente, las puertas abiertas. Las de las casas y tascas, bares, pubs y palacios. También las de los corazones. Mis ojos oscuros y misteriosos, llenos de penetración, mis labios perfilados en el punto justo de ensueño junto con las palabras íntimas y envolventes, a veces como susurradas al oído, con la cadencia y temple justos para ser penetradas, sobre todo en las mentes de las chicas y también de las mujeres, mi piel elástica de reptil oscuro aceituna, mi pelo liso color caoba y mi cuerpo grácil de felino son las llaves de todas las puertas. Dentro de esos lugares, sean habitaciones o corazones, todas y todos se mueven al compás de mi cerebro ocurrente y certero.
La seguridad de lo que soy me acompaña, me sé en posesión de lo que tengo y lo utilizo según mis objetivos, siempre precisos. A quienes lanzo mis dardos ineludibles les inyecto ambrosías de pasión y siendo quien soy, y sabiendo cuál es mi misión urdo en sus almas telarañas de colores. Las crisálidas de todos los deseos de las almas femeninas, después de forcejear un tiempo que yo mido entre los finos hilos de glicina y alanina, vuelan libres en sobrevenidas mariposas, insectos de belleza frágil capaces de elegir múltiples destinos. Así que no soy un ángel malo.
En esta mañana soleada de invierno siento en mi piel el frío cortante de Castilla y subo el cuello de mi cazadora en un gesto que tiene más de acomodación al mimetismo de los otros que a mis necesidades. Regulo perfectamente mis urgencias no por la perentoria lógica que las define sino por su función respecto a las miradas de los otros. He cruzado la plaza mayor, maravillosamente aportalada -los hombres a veces consiguen con su arte huellas cercanas a mi naturaleza- y me dirijo por la Casa de las Conchas al Campo de San Francisco donde me espera Ania, una de tantas chicas extranjeras venidas a los cursos de la universidad. La otra noche, en el Puerto de Chus, me fijé en ella no porque fuera una de tantas de esas chicas. La observé y la pensé porque de ella, de sus miradas abiertas e inocentes, de su malicia incipiente de hembra en juego, de sus promesas y turgencias mullidas a la vista y sobre todo, por la caligrafía al aire de sus diez dedos blancos, finos y malabares que deberían hacer contraste con algunas de mis innominadas partes, todo eso emanaba.
El Campo de San Francisco es un parque recoleto, pequeño, delimitado por parterres con rosales cercados por setos. En el centro del parque un estanque exagonal lleno de agua salpica, en susurro de gotitas, la cascada de la fuente construida como una concha sobre él. San Francisco petrificado alza las manos al cielo en la duda de si a Dios o a la nube de pajarillos que le revolotean. A sus pies un lobo manso, simpleza de los humanos que todo lo antropomorfizan. Cerca de parque está Fonseca, la Facultad de Medicina con sus cadáveres diseccionados y preparados en formol, esperando la impericia de los estudiantes.
Ania me espera sentada en la fuente, levanta un momento su cabeza en un movimiento que tiene algo de convulsivo y que ella transforma en un gesto para despejar su cara de la melena rubia y suelta que le cae. Sus ojos azules cielo me ven llegar con todas las promesas rutilando en sus pupilas. Me ve en dos niveles, en la distancia mi cuerpo que desea cerca del suyo y que la tape, y me ve ya a su lado una cara, una boca y unos ojos que la inmantan. Siente la cálida humedad de mi boca en la suya y, por un momento, no sabe si es ella o yo. Escucha mis palabras pegadas a su boca, sentada en la fuente, sus piernas cerradas entre la pinza de mis piernas, mientras cinco de sus preciosos dedos blancos, finos y malabares se cristalizan de frío removiendo el agua del estanque. Tomo su mano mojada con ribetes rojos por el frío que la atiere y voy chupando uno a uno sus cinco dedos malabares que en mi boca se acomodan al lecho de mi lengua.
La calle Meléndez es una de las calles centrales e históricas de la ciudad. Alberga multitud de residencias y pensiones para estudiantes universitarios. La Residencia Meléndez es una de las más conocidas. Desde la cama, desnudo, con la calefacción al máximo, salgo de la somnolencia apelmazada de un sueño corto que en mi condición humana me he permitido pactar. Una batalla librada entre los cielos y la tierra ha llevado a Ania a un estado de calambres y suspiros durante horas. Por mi parte he libado, con conveniencia y satisfacción también pactadas, todas sus partes y recorrido todos sus caminos. Ha bebido de mi y sentido tocada su alma en los entresijos más cerrados de su esencia de mujer. La miro dormida. Su sensualidad lángida y blanca de nórdica mulle las sábanas con sus formas abandonas, redondas y tamizadas de feminidad. Entre sueños se remueve como si fuera a despertarse pero sólo es que sus pezones se erectan y oscurecen un instante. Penetro con mis ojos de lo que soy en sus sueños y me veo eternizado y fundido con ella para siempre en la batalla.
Me lavanto y me llego al balcón, abro las contraventanas y respiro el aire frío del atardecer que va cubriéndose de nubes negras. Miro la ciudad castellana de piedras blancas mollares oscurecer el oro de su arcilla. Me vuelvo y miro a Ania, ya despierta, que me mira. Pero no me ve. Al contraluz del balcón debería ver mi silueta. Estoy casi a su lado. Se lavanta sobresaltada.
Albert, amor, ¿dónde estás?
TURKANA
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