Los barcos mongoles que sobrevivieron a la travesía del Mar del Japón pudieron avistar la cadena montañosa que se yergue abruptamente desde el agua cerca de la ciudad de Toyama. Hay quien la conoce como los "Alpes japoneses" y hoy es una famosa zona de esquí. En el interior más recóndito de esos picos nevados, donde no brilla el Sol y nunca ha brillado, puede residir el secreto de nuestra existencia, fraguado por un viento llameante, no necesariamente divino pero sí más intenso que cualquiera que haya barrido la Tierra y tan antiguo como la propia creación. En la profunda mina de Mozumi, en la ciudad de Kamika, hay un inmenso depósito de agua pura y cristalina, que se renueva todos los días para eliminar las impurezas.
El detector super-kamiokande de 40 metros de diámetro y más de otros tantos de altura, alberga 50.ooo toneladas de agua. Y sin embargo, este dispositivo, situado en una mina todavía en uso, se mantiene con la limpieza inmaculada de la pulcra sala de un laboratorio ultra-purificado. Así tiene que ser. El contaminante radiactivo más imperceptible podría ocultar la señal, frustrantemente pequeña, que no cesan de buscar las decenas de científicos que observan el depósito con 11.2oo fototubos alineados fuera del depósito. Si la atención de los científicos flaquera incluso un segundo, podrían perderse un acontecimiento que quizás no vuelva a producirse en toda la vida del detector o de los científicos.
Un único suceso podría explicar por qué vivimos en un universo de materia y cuánto tiempo sobrevivirá el universo tal y como lo conocemos. La señal que buscan lleva escondida por lo menos 10.000 millones de años: es más antigua que la Tierra, el Sol y la galaxia. Y sin embargo, comparada con la escala de los procesos que enmarcan el suceso buscado, hasta ese período de tiempo no es más que un parpadeo del ojo cósmico.
Estamos a punto de embarcarnos en un viaje por el espacio y el tiempo, atravesando escalas que hace tan sólo una generación eran inimaginables. Puede que un depósito de agua colocado en la oscuridad parezca un sitio raro para empezar, pero es de lo más apropiado por varios motivos. Este detector descomunal alberga más átomos (unos 100.000 millones de veces más) que estrellas hay en el universo visible. No obstante, entre los 10 elevado a 34 átomos existentes, más o menos, en el tanque hay un único átomo de oxígeno cuya historia va a adquirir un interés especialísimo para nosotros. No sabemos cuál. No hay nada en su apariencia externa que nos proporcione una clave de los procesos que pueden estar ocurriendo en su interior. Por ello debemos tratar cada átomo del depósito como un individuo.
Nuestro viaje comienza en este oscuro pozo minero. Si exploramos en profundidad incluso una gota de agua, tal vez alojada en el depósito Super-Kamiokande, quizás podremos llegar a distinguir las huellas de la creación y la prefiguración de nuestro futuro.
El agua está en calma, es clara e incolora, pero esa aparente serenidad es ficticia. Investiguemos más atentamente (por ejemplo, sumergiendo una mota de polvo en una gota de agua a la luz de un microscopio) y se evidenciará la violenta agitación de la naturaleza a pequeña escala. La mota de polvo saltará de aquí para allá misteriosamente, como si estuviera viva. A este fenómeno se le llama movimiento browniano, en honor del botánico escocés Robert Brown, quien en 1827 observó al microscopio este movimiento en diminutos granos de polen suspendidos en agua, creyendo en un primer momento que tan estrambótica actividad podría indicar la existencia de una fuerza vital oculta a esa escala.
Hoy nos es difícil darnos cuenta por completo de lo reciente que es la noción de que los átomos son entidades físicas reales y no meras construcciones matemáticas o filosóficas. Encluso en 1906, los científicos todavía no aceptaban de forma general que los átomos fueran reales.
Pero los átomos son reales, e incluso a la temperatura de una habitación llevan una existencia más turbulenta que una granja en medio de un tornado, con continuos tirones y empujones y moviéndose a velocidades de cientos de kilómetros por hora. A esa escala un único átomo puede, en principio, viajar en un segundo una distancia de 100.000 millones de veces su tamaño. Los átomos reales de la materia cambian de dirección por lo menos 100.000 millones de veces por segundo debido a colisiones que sufren con sus vecinos.
Con este experimento nos retrotraeremos al momento en que todo el universo visible de más de 400.000 millones de galaxias, cada una de las cuales contine más de 400.000 millones de estrellas, cada una de ellas con una masa 1 millón de veces mayor que la Tierra, abarca un volumen de una pelota de beisbol aproximadamente.
Aunque en el tanque del Super-Kamiokande todavía no se hayan observado sucesos que nos permitan recrear con cierta seguridad los acontecimientos de aquel momento, sabemos que para que hoy pueda existir nuestro átomo de oxígeno tuvo que darse una serie de sucesos, por sutiles que fueran, en aquella pelota de béisbol.
De hecho, parece que sin una serie de acontecimientos muy improbables (por lo menos tan improbables como que alguien acierte dos décimos del gordo de la lotería en dos sorteos del mismo año) no habría nadie por aquellos contornos para celebrar la creación o jugar a la lotería.
Sin embargo, hay una máxima que siempre tengo presente en mi trabajo: como el universo es grande y viejo, si algo puede suceder, sucederá, sin importar lo improbable que sea. Accidentes mucho más improbables que los que se darían una sola vez en toda nuestra vida se dan cada segundo en alguna parte de las profundidades del cosmos. Por lo tanto, la pregunta más importante de la ciencia moderna, y puede que también de la teología, es: ¿somos un accidente?
Creemos que el suceso que aguardamos en el Super-Kamiokande deberá fijar los detalles de esa respuesta.
Recopilado de "Historia de un átomo"
Lawrence M. Krauss
Fotografías: Galaxia de Andrómeda / detector Super-Kamiodande
TURKANA
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