miércoles, 30 de julio de 2008

SALVAJISMO HUMANO


¿En qué eslabón de la cadena está el mayor salvajismo humano cuando se mata a una foca para ponerse un abrigo fabricado con su piel?

¿Repugna más al sentimiento el desalmado que rompe el craneo de la foca a golpes que la mujer que se engalana con la piel de foca? Es probable.

Sin embargo tan necesario es uno como la otra, pasando por la industria que la trata para hacérsela más fina a la mujer, más humanizada.

¿Habrá que enseñarle a las mujeres retratos de focas bebé para despertar su instinto maternal o es que entre todos hemos abolido este instinto por el afán compartido en ambos sexos de hacer iguales en todo a las mujeres?

¿Es el dinero una causa suficiente para matar de esta manera y con estas razones animales tan cercanos a nosotros en la escala biológica?

¿De cada golpe asestado en el cerebro de las focas, quién responderá?

¿Qué equilibro cósmico existe entre la belleza de una bella mujer vestida con un abrigo de piel de foca y la matanza de estos bellos y tiernos animales?

...Desearía no ser funambulista de estos delicados equilibrios cósmicos, si existiesen, y poder desequilibrar la cuerda que mantiene tensada un dios miserable.

TURKANA

MALINCHE



Durante más de dos horas los españoles apuñalaron, golpearon y mataron a todos los indios que ahí se encontraban reunidos. Malinalli corrió a refugiarse en un rincón y con ojos llenos de espanto vio a Cortés y sus soldados cortar brazos, orejas, cabezas. El sonido del metal rasgando músculos y huesos, los gritos, los lamentos aterrorizaron su corazón. El bello huipil que portaba pronto quedó salpicado de sangre. La sangre empapaba los penachos de plumas, las ropas, las mantas de los cholultecas; formaba charcos en el suelo. Los morteros y los arcabuces despedazaban a la multitud aterrorizada. Nadie pudo huir. Nadie pudo escalar los muros. Todos fueron asesinados sin que pudieran defenderse.

En cuanto asesinaron a todos los hombres que se encontraban ahí reunidos, se abrieron las puertas del patio y Malinalli huyó horrorizada. En la ciudad, los cinco mil tlaxcaltecas y los más de cuatrocientos cempoalenses aliados de Cortés saqueaban la ciudad. Malinalli los sorteó y corrió despavorida hasta que llegó al río. Era impresionante el odio con el que asesinaban a hombres, mujeres y niños. El templo de Huitzilopochtli, el dios que enfatizaba el dominio mexica, fue incendiado.

El frenesí de asesinatos, saqueo y sangre duró dos días, hasta que Cortés restableció el orden. Murieron en total cerca de seis mil cholultecas. Cortés ordenó a los pocos sacerdotes que quedaron vivos que limpiaran los templos de ídolos, lavaran las paredes y los pisos y, en su lugar, colocaran cruces y efigies de la Virgen María.

Según Cortés, este horror fue bueno para que los indios viesen y conociesen que todos sus ídolos eran falsos mentirosos, que nos los protegían adecuadamente, pues, más que dioses, eran demonios. Para Cortés, la conquista era una lucha del bien contra el mal. Del dios verdadero contra los dioses falsos. De seres superiores contra seres inferiores. El consideraba que tenía la misión sagrada de salvar a todos esos indios de la ignorancia en la que vivían, la misma que provocaba que, según él, cometieran todo tipo de actos salvajes e incivilizados.

Los miles de cadáveres desmembrados, sin vida, sin propósitos tomaron presa el alma de Malinalli. (...)

Malinche
Laura Esquivel


Malinalli, la Malinche, que ofició de "lengua" para Hernán Cortés traduciendo las conversaciones entre Cortés y los aztecas. Fue también la amante de Cortés y dada por éste a su lugarteniente Jaramillo con quien consiguió algo de su anhelada paz, además de un hermano para el hijo que tuvo con Cortés.

Laura Esquivel relata en su novela una época y un tiempo de violencia, ambiciones y religiones manipuladoras y manipuladas. El encuentro entre dos culturas, Europa, Occidente, España y América. España, con sus bocas que arrojan fuego y el arte de la manipulación y la guerra, salpimentados con una ambición desmedida por el oro, la piedra del sol, acaba a través de Hernán Cortés con el imperio azteca. Moctezuma, el último emperador azteca, muere dilapidado por sus propios súbditos o quizá fue asesinado finalmente por los españoles, no se ha dilucidado históricamente este extremo. Como sea, el hecho es que Moctezuma es paradigma de la intromisión moral y religiosa en el poder político. Atenazado por graves responsabilidades ve en los españoles el regreso de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada que representa al dios azteca. En su creencia y por esos azares de la casualidad identifica, en un espejismo fatal para su civilización, a Hernán Cortés con el emisario de Quetzalcóatl que habrá de pedirle responsabilidades por sus sacrificios humanos.

Laura Esquivel construye una novela sensible, amena y con una perspectiva femenina y espiritual sobre el terrible encuentro de dos mundos, tan poco conocido como manipulado por todos.

TURKANA

jueves, 3 de julio de 2008

EL COLECCIONISTA



Tengo una noche pequeña
guardada entre las telas de mis sueños
y un búho verde y de cera
sobre una alacena de cartón-piedra.

Tengo disecado el sapito de los cuentos
y dos huevos de perdiz con manchitas.

Tengo la piedra de un río
y el pelo del perro que tuve
que miraba las estrellas y comía margaritas.

Tengo un escarabajo de lapislázuli
que perteneció a Nefertari
y tengo cosas muy serias
como un alacrán sin veneno
y de cristal de Bohemia dos mariquitas.

Tengo un grillo negro de hierro
y una veleta azul cielo.

Tengo un amor en letras de colores
sobre un papel carmesí.
Tengo lacrados muchos rumores
y un recuerdo que se parece a ti,
vivo como el rabo de las lagartijas,
guardado en una noche pequeña
que tengo entre los sueños de tela.

TURKANA

miércoles, 2 de julio de 2008

LA EMANENCIA DE LOS BURROS


Un día, quizá fue una tarde oscura del invierno, cuando veníamos de ver a mi abuela María, entramos en un comercio lleno de hilos, cintas, botones, dependientas y dependientes muy amables que medían las cintas elásticas con un metro de madera, donde mi madre me compraba los calzoncillitos de algodón y a mi padre los de pata larga, donde nos envolvían todo con un papel muy bonito plagado de redondeles blancos. Pues esa tarde, me había comprado algo específicamente para mí. Yo sabía que no podía ser muy grande, su misma pequeñez me intrigaba aún mas. Cabía sólo en el tamaño de uno de aquellos redondeles de envoltorio promocional que Comercial el Redondel usaba. El tamaño de una peseta. La tarde cada vez era más oscura. Gruesas nubes negras y de un azul profundo daban a toda la calle de Santa Clara un aspecto triste y denso. Se veía algún trabajador volver del trabajo pedaleando despacio su bicicleta grande y sólida. Sobre el manillar la chaqueta doblada. En el sillín el mono de mahón azul salpicado por innúmeras gotitas de colamina y la cesta de la comida, muy probablemente, con una fiambrera dentro. Me fijé un momento en él, puede que no hubiera nada más interesante, porque confirmaba mi realidad o, tal vez, para recordarlo hoy. Lo que más me admiraba sin saber entonces porqué era la monotonía de burro de noria con que movía los pies, sin expectativas, absolutamente resignado, sin pensar en nada, autómata, casi como si la calle fuera una cinta deslizante y lo llevara a él con el único imperativo de hacerle mover los pies en los pedales impelidos por las ruedas. Cruzó la Plaza Mayor y se enfiló por las callejas antiguas de mi ciudad hacia las bodeguillas o los barrios bajos.

-Mamá, ¿qué has comprado?
-Un escapulario, hijo.

Mi madre siempre que hablaba de buenas acababa la frase con hijo, que era la máxima expresión de su afecto hecho consuetudinario.
-¿Qué es un escapulario?

Me lo iba explicando según lo desenvolvía y apenas vislumbrado, pude ver antes que me lo colgara al cuello por debajo del jersey, de la camisa, de la camiseta y de la camiseta de tirantes, un cuadradito plastificado, mullido en el centro, color gris. También le oía decir que con él no debería temer más a demonios, brujas, aojadoras-gitanas, ni a otros espíritus malignos. Allí dentro había algo que las monjas de clausura, con sus manos y provisoras, hacían para colgar de los cuellos-niños y preservarles de todo mal. ¿Qué sería tan gran misterio, qué podría haber en aquel cuadradito capaz de ahuyentar de mi todo mal y preservarme en la salud? Además, en palabras maternas, estaba prohibido en absoluto abrir los escapularios pues, a más de ser pecado mortal, sus efectos se disipaban en la atmósfera heterogénea del bien y del mal que lo rodeaba todo. En este caso pudo más la curiosidad que el temor al sacrilegio, y al poco lo abrí, y mi decepción fue tan grande o más que fueran mis expectativas ante aquel descubrimiento, por fin sobrehumano. Una oración como las del catecismo y un corazón de Jesús someramente bordado por legas como los que estaban en las alcobas de mis abuelas. Corazón bordado sobre estampas de Jesús siempre repetido, por apacible inexpresivo, y con el corazón gentilmente transido por una cruz era todo su contenido.

Sentí una tristeza profunda, inexplicable. En realidad me sentí derrotado. No había ninguna esperanza sobrehumana. No había ninguna prueba definitiva. Las monjas no habían utilizado materia divina para la confección de aquellos escapularios. Mis esperanzas por encontrar dentro del escapulario algo diferente por completo de todo lo conocido se evaporaron, dejándome desorientado y con un vacío que me asqueaba y me hacía echar pestes del mundo. Empezaba a desconfiar de un mundo que continuamente me engañaba y se engañaba con aspiraciones insensatas.

Aquella tarde gris plomiza, húmeda, triste del invierno, se me quedó para siempre gravada o clavada como una espina de pena en toda la extensión íntima de mi yo.

Me gustaban más las herraduras que encontraba por la Ruta de la Plata, ferruginosas y rotas. En ellas no había nada oculto. Las besaba y besaba a ellas. Las tiraba para atrás y caían ellas, en cualquier sitio; pero desde ese sitio, era cierto, que durante algún tiempo estarían prodigando al aire salutíferas emanaciones que me envolverían haciéndome inexpugnable y devolviendo a mi egocentrismo el protagonismo perdido. Gracias sean dadas a los burros. Al burro de la lechera Tati, que me contuvo. A los que aguantaron con su mirada resignada que les hurgara en las narices. A todos los burros gracias sean dadas, por dejar sus herraduras perdidas dándome la suerte que me negaron los escapularios.
TURKANA