viernes, 20 de febrero de 2009

LA MEDIA LUNA


Oriente Medio

Una tarde de primeros de junio de 1966 me dirigía en taxi hacia la estación marítima de Barcelona, donde debía embarcar en el Karadeniz, preteneciente a las Líneas Marítimas Turcas, con destino a Beirut. Nadie hubiera podido imaginar que iba a emprender un viaje largo por las tierras de Oriente Medio. Todo mi equipaje se limitaba a una bolsa en la que había unas cuantas mudas y escasas piezas de ropa. En mi cartera el pasaporte -sin visado alguno- y un puñado de dólares. Así iba a emprender una travesía que duraba, por lo pronto, una semana y luego mi intención era internarme a través de unos países -Líbano, Siria, Jordania- que aparte de ser totalmente desconocidos para mí se hallaban en una situación extremadamente tensa. Mi documentación se limitaba a una muy precaria credencial de enviado especial de prensa (que en realidad había solicitado para obtener una rebaja en el pasaje marítimo) aparte del pasaporte. De manera que en el trayecto hacia la estación marítima estaba dudando si conseguiría embarcar o me echarían hacia atrás, pues no me había molestado en inquirir siquiera si precisaba visado de entrada para el Líbano. Pero es que las formalidades burocráticas me horrorizan y por otra parte me gusta viajar totalmente al albur y a la aventura, con la máxima libertad. Cuando viajo procuro que todo sea lo más natural y espontáneo posible sin que nada se anteponga a lo que ha de surgir de una manera concatenada y lógica. La previsión, cuando el viaje tiene un fin de simple finalidad exploratoria, me parece una auténtica herejía.

Viajar, para mí, es salir de la rutina, de la precisión de la chata lógica del transcurso y sentirme fuera de un orden para encontrarme en el terrible y ejemplar estado de libertad plena en que es preciso elegir y tomar decisiones repentinas, que en muy buena parte aparecen desligadas de los condicionamientos habituales de un sedentario como yo.

Por otra parte, deseaba una vez más salir de la irrespirable civilización industrial, para tomar un poco de aire en lo que llaman "tercer mundo".

Mentiría sí dijese que estaba tranquilo y libre de temores. No es tan fácil separarse de los hábitos. Una serie de preocupaciones me asaltaban: la falta de visado, la falta de certificados de vacunación, la ausencia de conocimientos preciosos, de la lengua que habría de utilizar. A veces me veía a mí propio como una figura bien extraña: un indivíduo, con una simple bolsa de viaje con destino al estremo del Mediterráneo. El taxista debió extrañar algo, porque cuando llegamos al muelle y le dije que se detuviera ante el tracado Karadenz, al ver lo libre que iba de equipaje, me preguntó si yo conocía cierto marinero, que según él viajaba en aquellos barcos. El hombre no pensó, ni por un momento, en que yo fuera un turista. Efectivamente, eso es lo que parecía:un marinero que había aprovechado la escala en Barcelona para hacer una visita.

Pasé un rato bastante malo mientras esperaba en la estación marítima a que llegaran los señores del pasaporte y me pusieran el inefable sello. Estuve paseando nervioso de un lado a otro. Me resultaba intolerable la idea de que me impidiesen embarcar por cualquier fruslería administrativa. Fueron llegando los viajeros (debo decir que yo acostumbro a ser el primero en todas las estaciones, puertos y aeropuertos). Eran jóvenes la mayoría y tenían el rostro atezado y los rasgos rudos del peón albañil español procedente del sur. El lenguaje áraba empezó a sonar y ya me sentí un tanto protegido. Fui observado por ellos que clavaron en mí esa mirada inquisitiva y ligera de los árabes, en absoluto melesta. Llevaban ellos grandes equipajes y yo contrastaba con mi ligera y superficial bolsa propia de un fin de semana. La verdad es que me fui tranquilizando.

Al cabo llegarían los señores del pasaporte. Con mano trémula les presenté el mío. Hojearon, comprobaron y sellaron. ¡Ya podía embarcar! Me sentí como si llevara alas. Trepé gozoso por la escala del Karadeniz. Presenté mi pasaje. Me llevaron a la litera que me correspondía en un camarote modesto de la clase turística. Seis literas. Espacioso. Grato. Dejé la bolsa sobre mi litera y subí a cubierta. Barloventeé un poco por la motonave experimentando esa sensación de extrañeza que nos acoge siempre en los terrenos desconocidos, la sensación de que jamás podrá uno llegar a conocer perfectamente la estructura y que habrá de estarse perdiendo por escaleras, pasadizos y cubiertas continuamente. Al fin me asomé a la borda y esperé. Barcelona, sombría bajo el cielo plomizo, emanaba su indeclinable aire de tristeza. Empezaba a llover. Pero yo ya me sentía fuera de todo, libre, rumbo a lo desconocido. Me fijé con una gran insistencia en las operaciones de carga. Estaban cargando montones de neumáticos. Un par de coches con matrícula árabe. En los movimientos de la grúa y el mecánico gesto de los estibadores me fui remansando. Sonaron las sirenas. Se levantó la escala. El vapor se fue despegando lentamente del puerto. La aventura comenzaba y con ella la interrogante: ¿cómo y cuándo estaría de vuelta en aquel familiar puerto mío?

Descendí, orientándome por instinto, hacia mi camarote. Llevado por la inercia característica de los primeros momentos a bordo en que uno no sabe dónde ponerse. Cuando entré en el camarote me encontré con adnam. Nuestras miradas ya se habían cruzado en la estación marítima antes de embarcar. Ahora, sin duda, estaba esperándome para saber la clase de compañero de vieja que era yo. Su litera estaba contigua a la mía. Me dio la mano alegremente y se presentó. Adnam, libanés, estudiante de medicina en la universidad de Sevilla. Tenía unos veinte años, era nervioso, simpático, con aire de peón albañil o golfillo trianero. No me dejaría ya hasta Beirut. Cuando quedó casi convencido de que yo era español y no judío, la amistad quedó sellada. Procuré no alargarme excesivamente en mis elogios al pueblo árabe, para no darle que sospechar. Me dijo que él había hecho ya varias veces aquel viaje y que no tenía secretos para él. En junio, terminaba el curso, volvía a ver sus padres. En septiembre retornaba a España. Estudiaba el segundo curso de Medicina. Iba ahora alegre, pletórico, porque iba a estar con los suyos. Hablaba un español graciosísimo, confundiendo los artículos. Por ejemplo, decía "la cuchillo" y "el cuchara" y de un catedrático que le había suspendido afirmaba que era "un hijo del puta". Pero hablaba muy bien el español. Me quedé maravillado del esfuerzo que supone trasladarse al otro extremo del Mediterráneo para estudiar en una lengua tan distinta a la árabe. Me parecía un esfuerzo titánico. Pero luego, en el comedor, comprobaría que eran muchos los que como Adnam venían a estudiar a España y no sólo carreras científicas, sino incluso literarias. Uno de ellos acababa de doctorarse en Letras en la universidad de Madrid. Todos ellos hablaban con estusiasmo de España, que era para ellos su segundo patria. La verdad es que nunca olvidaré aquel viaje del Karadeniz ni la compañía de aquellos estudiantes libaneses, sirios y palestinos...

Aquellos seis días a bordo del Karadenez constituyeron un magnífico prólogo a mi viaje por el Oriente Medio. La suerte de haber encontrado a aquellos estudiantes supuso no sólo una travesía agradable, sino una larga serie de conocimientos que me habrían de ayudar mucho en el futuro. Todos ellos vibraban de coraje y dolor. La situación de sus respectivos países frente a Israel les llevaba no sólo a unirse entre sí, dejando a un lado las diferencias (por más que se diga por ahí que los árabes son incapaces de unirse entre sí) sino a elevarse por encima de las miserias cotidianas para luchar por una meta difícil. El hecho de haber tenido que venir a España para estudiar sus carreras universitarias era un dato que revelaba su situación. Habían nacido en un tiempo difícil, luchaban entre dificultades múltiples y el futuro se les presentaba en verdad problemático. Para ellos, naturalmente, la causa de todo su infortunio tenía un nombre: Israel. Y tenían una idea clara y contundente, incontrovertible: mientras Israel arrojara su sombra maligna sobre sus tierras, su vida carecía de valor. A mí todo aquello, un año antes de la tragedia que pasó a denominarse "guerra de los seis días", me pareció, en principio exagerado y bastante inconcebible. Pero también me parecía inconcebible que en sus países de origen no pudieran estudiar en la universidad y hubieran de trasladarse a Francia o a España. Pero así era. En sus países existía esa monstruosidad que se llama "números clausus" y el acceso a la universidad estaba limitado o el coste de los estudios era prohibitivo. Alguno me dijo que con lo que costaba en su país un curso de carrera se podía cursar en España la carrera completa, incluso los gastos de viaje y estancia.

(...)
José María Rodríguez Méndez
"Pudriéndome con los árabes"

TURKANA

lunes, 16 de febrero de 2009

LULI


Una tarde, al volver mi padre del trabajo, abrió la cesta de mimbre y en vez de sacar la tortilla de patatas o el hígado frito sobrantes, salió atropelladamente una bola negra, casi redonda, cruzó la cocina hasta debajo del armario, de donde hubo de sacarla un plato de leche azucarada.

Mi alegría sin matices, un tira y afloja con mi madre para que se quedara el perro, consumieron la tarde. Para la noche el perro se había acostumbrado a los espacios abiertos y campeaba a sus anchas husmeándolo todo. Era negro, con manchas blancas en las patas como calcetines. Movía incansable el rabo corto y gordito como un chorizo. Tenía las orejas largas, vencidas sobre el hocico. Tras la cena se quedó plácidamente dormido, acurrucado con el morro entre las patas, sobre una chaqueta vieja de mi padre. Viéndole dormir propusimos una marea de nombres comunes, heredados de otros perros familiares. Tigre, León, Fido, Luli propuso mi padre. Sufrí cierta decepción al comprobar que el tamaño de aquel perro no iba a permitirnos darle nombres grandilocuentes. Más convenía un nombre mediano, por encima de Caniche y por debajo de León. Luli parecía ser el más idóneo, también el más eufónico. Desde entonces yo lucharía por imponer a todo el mundo este nombre frente al que obstinadamente imponía la naturaleza. Todos le llamaban Cabezón, excepto mi madre y yo. Bastó añadir a la opinión general ciertas agrias respuestas para llamarse, al tiempo, Luli.

Luli, pronto alcanzó el tamaño definitivo. Instalado en la perspectiva mediana habría de excederse en bravura y frente a los perros pastores, formidables podencos, resabios de palos y garrapatas blancas y enormes como huevos. En su pelo negro y ralo destacaban turgentes los acáridos, insacibles hemófagos, incrustados obstinadamente tras las orejas, sobre el lomo y cualquier otra parte inalcanzable al animal.

En los veranos, cada tarde, armado con unas tenazas, iba limpiando a Luli de tan indeseables parásitos que aplastaba contra la acera sintetizados en pellejo y sangre. La repulsión me hacía distanciar la profilaxis del pobre Luli. Este, en ocasiones, atormentado por el prurito llegaba a roerse la piel hasta que la sangre le corría negruzca alcanzando, sólo entonces, una placidez jadeante.

Puntual a su instinto de especie, Luli se ausentaba varios días con rumbos desconocidos tras la barahúnda de celo y resuello que asolaba los campos llenando las noches de aullidos lastimeros o belicosos. Se le veía volver desencantado, delgado, el pene eccematoso y escocido. Ostentando las espléndidas cicatrices del báquico himeneo parecía más humano. También él luchaba por la vida. Una batalla impuesta le cerraba los sentidos, le vapuleaba, le arrancaba finas y dolorosas tiras de pellejo. Convaleciente se dejaba querer y me miraba, casi humano,cuando yo le aplicaba los apósitos humedecidos de aséptico. Este perro vivió mimoso y todo parecía indicar alcanzaría la vejez digna de un perro vividor, capeado y querido por sus amos.

Un día, su cerebro oscuro e instintivo presagió un dolor inexplicable para su condición canina. La casa seguía allí. El campo, como siempre. El gato que le disputaba la comida maullaba. La puerta estaba cerrada, como muchas otras veces. Todo estaba tenuamente impregnado del olor de sus amos. El olor de sus amos había casi desaparecido. Los buscó por todo el campo. Se adentró por la estación saltando vías, esquivando trenes de maniobras. Le costaba distinguir del fuerte olor a ferruje los otros olores. De los otros olores ninguno le era tan familiar como esperaba su desazón. Le espantaron varias veces y otras tantas se espantó. Por la noche dormía acurrucado sobre la acera guardando la casa con una resolución contumaz.

La tarde de un día, cuando el olor a sus amos había desaparecido por completo del aire, oyó a lo lejos su nombre. Se alzó eléctrico y rabo erizado corrió desmesurado, más que nunca, a saltarnos, lamernos, ladrarnos, llorarnos, asegurarnos que aún seguía allí. Pasó delante y fue abriéndonos camino, de nuevo su universo ordenado.

Luli nunca podría precisar cuánto tiempo pasó feliz a nuestro lado. Por mi parte aseguro no fueron más de ocho o diez años. Alcanzada la madurez, dos días antes de morir mi abuela, al principio del final de mi infancia, mi padre se levantó por la mañana, abrió la puerta del piso rota por Luli -nunca supo el perro adaptarse al traslado de casa, ni tuvieron mis padres la paciencia de explicárselo- abrió la puerta, bajó a la estación detrás del perro, se acercó a un vagón, le llamó, le cogió. Mientras se alejaba oía, lejos, los ladridos metálicos y suplicantes de un perro loco.

Yo, niño tierno, nunca llegué a perdonar a mi padre del todo esta procaz acción. Poco a poco iría exculpando a mi padre a la vez que incriminando a mi madrre. Ella y sólo ella había sido la hostigadora, la inductora inmediata de aquel, para mi, extremo homicidio.

La hombría de mi padre se había definitivamente desmoronado. Quieran los dioses del Olimpo exista un paraíso para perros donde el alma perdida de los niños juegue para siempre con el alma blanca de mis amigos, los perros.

TURKANA

CHORTAL DE AMOR


Brotan las flores del almendro
en los tibios rescoldos de febrero
sobre el campo indeciso de brumas,
pasados los rigores del invierno.

Tus ojos sueñan melancolía
y en tu piel la ausencia del amado sientes...
su voz, su risa y el azúcar de sus dientes.
Ríes breve, recordando Fantasía.

Un juego infinito de abrazos,
entre las sábanas y ventanales abiertos,
imaginas en un suspiro que es sollozo,
naufraga de tus sentidos estridentes:

a la felpa mullida de su pecho,
sus ojos de otoño avellana,
arrollo sedoso su pelo,
piel morena de sus piernas
que te cercan y te aprietan,
que te trenzan y diluyen
en un proceloso mar
de muertes y resurrecciones,
blasfemias y bendiciones...
germinada en los humedales
de tu esencia de mujer.

Tiemblan gotitas de rocío en tus ojos
mientras conjuras con la lima de uñas
todos tus antojos,
removida por dentro
en el niño que de él esperas.

En el campo, una constelación blanca de flores
promete, a la luz y a la vida,
sobre las amapolas de rojos bermellones,
la dicha de la primavera renacida.

TURKANA

martes, 10 de febrero de 2009

ANDRÓMEDA Y EL UNIVERSO DE CARL SAGAN

Hace 5000 millones de años, cuando apareció el Sol, el Sistema Solar se transformó desde una negrura impenetrable a un cegador chorro de luz. En las partes interiores del Sistema Solar, los primeros planetas eran grupos irregulares de roca y metal -los desechos, los constituyentes menores de la nube inicial, el material que no se había alejado tras la ignición del Sol.
Estos planetas se calentaron al formarse. Los gases atrapados en su interior fueron exudándose, valga la expresión, para formar atmósferas. Se derritieron sus superficies y los volcanes fueron cosa común.
Las primeras atmósferas se componían de los más diversos átomos y eran muy ricas en hidrógeno. La luz del sol, al incidir sobre las moléculas de la primitiva temprana atmósfera, las excitó, provocó choques moleculares y produjo moléculas de mayor tamaño. Bajo las inexorables leyes de la química y la física, estas moléculas actuaron recíprocamente, formaron verdaderos océanos y dieron lugar a la producción de otras moléculas mucho mayores, moléculas bastante más complejas que aquellos átomos iniciales de las cuales se habían formado, pero todavía microscópicas ante toda posible medida o norma humana.
Estas moléculas, notablemente suficientes, son las que nos forman. Los bloques de construcción, por así decirlo, de los ácidos nucleicos, que constituyen nuestro material hereditario, y los bloques de cimentación de las proteínas, los obreros que ejecutan el trabajo de la célula, se produjeron de la atmósfera y océanos de la primitiva Tierra. Sabemos esto porque hoy día podemos reproducir dichas moléculas repitiendo las condiciones primitivas.
Casualmente, hace muchos miles de millones de años, se formó una molécula que poseía una capacidad notable. Era capaz de producir, de los bloques de construcción moleculares de las aguas circunstantes, una copia de sí misma, un doble de sí misma bastante exacto. En este sistema molecular hay un conjunto de instrucciones, un código molecular que contiene la secuencia de bloques de edificación de los cuales se construyen la molécula mayor. Cuando, por accidente, se produce un cambio en la secuencia, también se modifica la copia o lo que hemos llamado "doble". Semejante sistema molecular -capaz de replicación, mutación y repetición de sus mutaciones- puede denominarse "vivo". Es una colección de moléculas que puede evolucionar mediante la selección natural. Las moléculas capaces de replicar con mayor rapidez, o de reproducir bloques de construcción partiendo de cuanto les rodea para alacanzar una mayor variedad, una veriedad más útil, se reprodujeron con mayor eficacia que sus competidoras, y con el tiempo dominaron.
Pero las condiciones cambiaron gradualmente. El hidrógeno escapó al espacio. La producción de bloques molecualres de edificación dclinó. Disminuyó el material alimenticio que, antiguamente, existí en gran abundancia. Se expulsó a la v ida del jardin molecular del Edén. Tan sólo fueron capaces de transformar cuanto les rodaba, capaces de producir máquinas moleculares eficaces para la conversión de moléculas simples en otras complejas aptas para la supervivencia. aislándose de cuanto las rodeaba, manteniendo las primitivas condiciones idílicas, aquellas moléculas que se rodeaban de membranas tenían una ventaja. Surgieron las primeras células.
Al carecer o al no ser fáciles de obtener los bloques moleculares de edificación, los organismos tuvieron que trabajar duramente para formarlos. Las plantas fueron el resultado. Las plantas se inician con aire y agua, minerales y luz solar, y producen bloques molecualres de edificación, de mujy elevada complejidad. Los animales, como los seres humanos, son parásitos en las plantas.
Los cambios de clima y competencia entre lo que era entonces amplia diversidad de organismos dio origen a una mayor especialización, una sofisticación de funciones y una elaboración de forma. Una rica formación de plantas y animales comenzó a cubrir la Tierra. Aparte de los primeros océanos en los que surgió la vida, se colonizaron nuevos ambientes, como la tierra y el aire. Entonces, los organismos ya vivían desde la cima del monte Everest hasta los rincones más profundos de los abismos. Los organismos viven en soluciones concentradas, ardientes, de ácido sulfúrico y en secos valles del Antártico. Los organismos viven en el agua condensada y retenida en un simple cristal de sal.
Las formas de vida desarrolladas que armonizaban bien con sus ambientes específicos, se adaptaron admirablemente a las condiciones reinantes. Pero éstas cambiaron. Los organismos estaban demasiado especializados. Murieron. Otros organismos se adaptaron en peores condiciones, pero estaban más generalizados. Las circunstancias cambiaron, el clima varió, pero los organismos fueron capaces de persistir. Muchas más especies de organismos han muerto durante la historia de la evolución terrestre que los que viven hoy día. El secreto de la evolución es el tiempo y la muerte." (...)
"En el hombre no sólo existe esa información de adaptabilidad adquirida en la vida de un solo individuo, sino que se transmite estratégicamente a través de la cultura, libros y educación. Es precisamente esto, más que otra cosa, lo que ha elevado al hombre a su actual estado preeminente en el planeta Tierra.
Somos el producto de 5000 millones de años de evolución biológica lenta, fortuita, y no hay razón alguna para pensar en que se haya detenido tal proceso evolutivo. El hombre es un animal en período de transición. No es el clímax de una creación.
La Tierra y el Sol existirán muchos más miles de millones de años. El futuro desarrollo del hombre probablemente dependerá de una disposición cooperadora entre la evolución biológica controlada, manejos genéticos y una íntima asociación entre organismos y máquinas inteligentes. Pero no creo que haya nadie que pueda emitir pronóstico alguno de esta evolución futura. Lo que sí resulta evidente es que no podemos permanecer estáticos." (...)
Carl Sagan: La conexión cósmica
TURKANA