Paseo tranquilo por el casco antiguo de Barcelona con mi
perrita Bilma. A ella, a mi y a la correa que nos une nos rodea un ambiente
matutino pacificador, respetuoso y amable propio de las primeras horas de un
Domingo cualquiera de verano en la ciudad que yace inerme de coches, ruidos,
gritos, humos, idas y venidas de personas nerviosas y en definitiva de toda la
efervescencia hostil de la cual esta provista durante el transcurso normal del
resto de la semana.
El aderezo intenso de la primera luz del día se extiende ya
sobre edificios, calles, árboles, bares madrugadores
y locales en tardía vigilia y el sol nítido, soberbio, reclama su lugar sobre nosotros en su pugna
por alcanzar un creciente protagonismo en el transcurso de la mañana. El
entramado de calles, estrechas, de empedrado vetusto y trillado permanece
impávido al pie de las viejas fachadas que con personalidad propia se alzan
desde su base y contornos, manteniéndolo aún protegido y ajeno a la luminosidad
circundante que inflige ya un temprano castigo a plazas y espacios abiertos en las que éste desemboca.
La alternancia de claroscuros resalta durante nuestro
paseo la viveza y el sosiego de los
espacios que transitamos y en esa misma alternancia, derivado del contraste
entre los unos para con los otros adquieren ambos mayor fuerza en una estrecha
relación de toma y daca y de
reciprocidad simbiótica.
De repente unos gritos quiebran el lábil manto con el que aún
están cubiertas las calles del corazón de la ciudad. Dos meretrices, posicionadas
ya en sus respectivas y perfectamente delimitadas esquinas, irrumpen en escena
en un intercambio de toda clase de improperios la una contra la otra con voz
grave y reivindicadora. Me asalta la duda de si continúan su jornada tras una
noche improductiva o de si inician una nueva a tan tempranas horas. Sea de uno
u otro modo permanecen a la espera de la visita de promiscuidades madrugadoras
vestidas de soledad, deseo, morbo, necesidad… Mientras, una vecina del barrio alude para sí
misma a lo inoportuno del suceso buscando con la mirada la complicidad de los
que pasamos cerca, en realidad no sin cierto regocijo por disponer de un punto
de apoyo sobre el cual poder iniciar una conversación e intercambio de
pareceres con alguno de los presentes.
La amalgama de olores que emanan del interior de cafeterías,
del orín incontenido de quienes han vivido desaforadamente la noche, de la
piedra añeja sobre la que caminamos Bilma y yo, de la humedad del musgo que
cubre ciertas recónditas esquinas a las que la luz no suele tener el privilegio
de llegar y del mismo aire que sutil envuelve a todo el conjunto nos cubre y
penetra en nuestro interior en un ejercicio de altanería ante el cual no cabe
escapatoria posible.
El mosaico de colores configurado por el azul celeste, gastado,
de la camisa de manga corta del señor que impertérrito permanece, con gorra de
marinero y ancla tatuada en antebrazo, bajo el umbral de la entrada del bar, el
marrón terroso oscuro de las fachadas de edificios y su variante mas opaca
derivada de la marca de los orines, el gris claro desgastado y liso de la
piedra añeja, el verde oscuro del musgo nos devuelve los olores con mayor
intensificación si cabe.
Bilma camina delante de mí y husmea excitada en extremo todo
a cuanto le permite acceder la limitada longitud de la correa.
El tacto del aire que nos rodea es denso, cargado, con
cuerpo. Es posible sopesar cada centímetro cuadrado del aire que nos rodea.
Toda esta mezcolanza de sensaciones no puede hacer sino
recordarme a mi especial amigo. Y es que Guli no mira… ve, no oye… escucha, no
toca… siente, no huele… percibe. En definitiva Guli es tan especial porque a
diferencia de la gran mayoría de personas no vive… siente.
Guli no tiene estudios, no ha viajado prácticamente,
no ha leído muchos libros y comete faltas gramaticales en su discurso bien sea
oral o escrito. Sin embargo posee una superdotación que le hace único, especial
y magnético a todo aquel que le rodea. No he conocido persona capaz como él de
percibir su entorno circundante de manera tan vívida. De percibir con extrema
sensibilidad cada detalle por minúsculo que sea si queda al alcance de sus
sentidos.
De pensamiento ágil y carácter excesivamente
extrovertido parece demandar a personas y espacios el retorno de lo que él
vierte sobre ellos en forma de nítidas sensaciones que recibe, percibe y tamiza
a conveniencia.
La capacidad sensitiva de Guli para descubrir
caracteres e indagar en las profundidades del alma humana es análoga a la que
poseía el mismo Fiódor Dostoievsky. Su capacidad para percibir y personalizar
espacios, ambientes y paisajes paralela a la del mismo excelso Vargas Llosa.
Días atrás mi amigo Xavi me preguntaba cómo era
posible que no viajara, cómo no envidiaba la experiencia de conocer lugares
nuevos. Ciertamente constituye una de mis tareas
pendientes y ansío ser capaz de no posponerla por mucho tiempo. Sin embargo y
pese a conocer a muchas personas que viajan constantemente a lo largo y ancho
de todo el planeta, que han visitado la mas variopinta clase de lugares, los
turísticos, los desconocidos, los cercanos, los lejanos, los meridionales,
septentrionales y trópicos no siento la menor envidia de ellos pero sí de mi
amigo Guli porque en el trayecto que va desde su casa hasta el bar de su amigo
Luís situado a 10 escasos minutos a pie es capaz de percibir infinitamente mas
sensaciones que la práctica mayoría del común de las personas en un destino
remoto a 20.000km de su hogar durante la estancia de todo un mes.
Andy