viernes, 12 de marzo de 2010

AL ESTE DEL EDÉN


En los asuntos humanos donde hay peligro y hay que andar con cuidado, un final puede verse seriamente comprometido por la prisa. Muy a menudo los hombres tropiezan y caen a causa de excesiva precipitación. Para realizar como es debido cualquier acción difícil y sutil, es preciso considerar ante todo la finalidad a la cual se tiende, y luego, cuando esa finalidad ya aparece como deseable, entonces es preciso olvidarla por completo y concentrarse única y exclusivamente en los medios que conducen a ella. Gracias a este método, ni la prisa, ni el temor, o la ansiedad, pueden originar acciones erróneas. Muy pocas personas son capaces de comprender esto.

Lo que hacía a Kate tan eficaz, era el hecho de que o bien ya lo había aprendido, o había nacido con ese conocimiento. Kate jamás tenía prisa. Si surgía a su paso una barrera esperaba a que desapareciese antes de proseguir adelante. Era capaz de completa relajación entre los momentos en que debía actuar. Era también maestra en una técnica que es la base de la lucha eficaz, y que consiste en dejar que el adversario haga los mayores esfuerzos con lo que conducen fatalmente hacia su propia derrota, o bien encauzando su propia fuerza contra su propia debilidad.

Kate no tenía prisa. Pensaba rápidamente en el fin propuesto, y luego lo apartaba de su mente, para ponerse a trabajar según su método. Construía una estructura y la atacaba, y si ésta mostraba la más leve debilidad, entonces la echaba a tierra y volvía a empezar. Esto sólo lo hacía a horas avanzadas de la noche, o cuando se hallaba completamente sola, para que en su expresión no se mostrase ninguna preocupación o ningún cambio. Su edificio estaba construido por personas, materiales, conocimientos y tiempo. Ella tenía acceso a las primeras, y al último, y luego emprendía la búsqueda del conocimiento y los materiales, pero mientras hacía eso ponía en movimiento una serie de imperceptibles hilillos y péndulos, y los dejaba que escogiesen sus propios momentos.

John Steinbeck, nacido en Salinas, California en 1902 y Premio Nobel de Literatura en 1962 tiene un estilo narrativo cercano a la crónica y caracterizado por su sencillez. Sus grandes novelas, Las uvas de la ira, La perla y Al este del Edén fueron llevadas al cine con gran acierto por John Ford, Emilio Fernández y Elia Kazan.

Al este del Edén es una novela-mundo, una de esas pocas novelas redondas, acaba perfectamente en su trama y con unos personajes perfectamente delineados. Personajes de sagas familiares por los que pasa el tiempo, tienen hijos y mujeres, ambiciones, azares y sueños.

Kate es uno de esos personajes femeninos de un gran sutileza psicológica en la que se dan puros sentimientos perversos o moralmente más que reprobables. Pero la maldad que Steinbeck le otorga no es un rasgo de artifico literario. Es real, posible y constituye, una fiel copia de la experiencia. Kate existe realmente y si Steinbeck se la encontró nada tendría de particular. Aunque posiblemente la creó sobre la base de su conocimiento de las personas y del carácter femenino, en este caso.

Kate es la Niña Mala de Vargas Llosa. Una mujer incapaz de amar que, sin embargo, suscita grandes amores en hombres buenos, apasionados, románticos. Esta forma particular de maldad casi es exclusiva de las mujeres o bien se da con mayor frecuencia en las féminas porque requiere una inteligencia fría en la que uso del tiempo y la habilidad para fragmentarse, enquistarse y percibir el entorno en tres dimensiones es muy propia de las mujeres. La belleza y el atractivo físico de este tipo de mujeres egocéntricas y sin las ataduras genéticas de la maternidad y la entrega amorosa las ayuda para convertise en eficaces depredadoras de los hombres. Son matis terriblemente peligrosas y han dado asesinas puras, desde las envenenadoras hasta las inductoras de los más grandes crímenes y suicidios.

Nos queda la duda irresoluta de si Kate se ha hecho así a lo largo de la vida, ha aprendido este comportamiento o es que nació de esta manera, con tales terribles rasgos. Es muy probable que Kate tenga en realidad una incapacidad patológica, cerebral, para el amor, para la empatía, para percibir la belleza de la vida, la ilusión sencilla, la bondad, el lado blanco y bueno del alma humana. No es un demonio porque éste conoce a la perfección el lado bueno, la verdad y la belleza y por eso la ataca, la confronta y la rebate para instalarle enfrente el lado oscuro, la perversión, sin la que la santidad es el sueño de los idiotas. Sólo es posible la libertad del ángel caído. Por eso, Kate es libre, poseedora de una extrema libertad a la que sólo le falta poder elegir, por una vez aunque sea, el amor. Pero no del todo en la maravillosa novela de Steinbeck porque el final de Kate es una acción que desenlaza otra en la que sólo cabe el arrepentimiento o la debilidad de una circunstancia vital que no sabemos hasta qué punto la ha condicionado.

Es necesario leer esta gran novela, degustarla en su lirismo que nos trasnporta al valle de Salinas en California, a sus flores, a sus lluvias y a sus sequías, a sus hombres esforzados, a las guerras y las nubes, a las familias, lo rural y lo urbano, siempre presentes en la literatura americana. Que nos transporta al progreso de los Estados Unidos, a su religiosidad, al dinero, la empresa, el ejército, la política. Al encuentro con uno mismo en la soledad de los rincones de la vida. Es, también, un canto al amor. Pero forzado es decir que en John Steinbeck el amor siempre pierde ante el desamor. No hace concesiones a la vida amarga, al hacha mortífera que cercena lo bello y lo sublime del maravilloso tramo de vida que nos ha sido dado experimentar.

TURKANA

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