La mañana
La mañana era húmeda y ventosa. Los edificios macizos que se alzaban directamente sobre el movimiento de la calle, con sus grandes portones y ventanales cerrados tornaban aún más gris el comienzo del día.
Mark-Alem se abrochó el último botón del abrigo ciñéndose el cuello, observó los faroles de hierro de la calle y la escasa aguanieve que flotaba envolviéndolos y sintió un estremecimiento.
Las calles, como de costumbre a aquella hora, estaban repletas de funcionarios que se apresuraban para llegar a tiempo de cumplir el horario oficial. Dos o tres veces le asaltó la duda de si no había debido coger un coche de punto. El camino hasta el Tabir Saray resultaba más largo de lo que había imaginado y, además podía dar un resbalón en el empedrado, cubierto por una pátina de nieve a medio fundir.
Pasaba ante la Banca Central. Más allá se divisaba una larga hilera de coches de caballos envueltos en la bruma frente a otra edificación de cuatro plantas; se preguntó qué ministerio sería.
Alguien resbaló delante de él. Mark-Alem presenció cómo en el último instante lograba a duras penas recuperar el equilibrio para no acabar de caer, se incorporaba rápidamente maldiciendo entre dientes y, mirando ora su capa embarrada, ora el lugar del resbalón, continuaba su camino como si le persiguieran. Cuidado, se dijo Mark-Alem, sin saber él mismo a quién se dirigía su advertencia, si al desconocido o a sí mismo.
En realidad no había razón para inquietarse tanto. No sólo no le habían fijado una hora precisa para presentarse sino que ni siquiera tenía la certeza de que fuera necesario que lo hiciera a lo largo de la mañana. De pronto se dio cuenta de que no sabía nada acerca de los horarios del Tabir Saray.
¿Puede el Estado volverse loco o ya, por su propia naturaleza, está loco? ¿El Estado es un delirio o, simplemente, un sueño de la razón que engendra monstruos? ¿Son unos estados más proclives que otros a segregar esa atmósfera neblinosa que, como una membrana adventicia, se adhiere a los pies de los denominados ciudadanos? ¿Son los pasos de los ciudadanos-siervos perdidos y amortiguados en su escaso fragor por la supurencia de los estados más opresores?
El Poder, siempre tenebroso, más allá de su imagen pública de Fasto y Ley es un poder de alcantarilla. Su hedor es el de las letrinas y en sus paredes progresa una rica fauna tintada de cadmio. Viene de la naturaleza humana y por ósmosis penetra en los capilares del Estado. Se muta y adapta a todos los sistemas políticos y, oportunista, aprovecha los declives inmunitarios de los estados más débiles para cobrar virulencia. Algunas de las antiguas ideologías que pretendían inspirar esos mismos estados han sido ocasión peripintada para las más deletéreas metástasis. Albania, Bulgaria, Chequia, Berlín y el gran Imperio de Rusia, la madre, la matriuska, el papacito Estalin, son paradigmáticos.
La capacidad del poder corrupto para la simulación es enorme y su endurecimiento le viene de la dura pugna que ha debido librar basada en las mismas leyes de la Selección Natural. Su adaptabilidad es darwiniana.
En aquellos estados socialistas totalitarios eran la purga, la checa y el Gulag sus efectos; mientras en las democracias idiotizadas, como la española, lo son los esperpentos de la corrupción municipal crematística, la velocidad variable, el Diálogo de Civilizaciones y el Presidente Zapatero, políticamente border, que asola España.
Todo eso es un "Palacio de los sueños", que es El Castillo de Kafka. Se trata de la extraordinaria novela de Ismail Kadaré.
TURKANA
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