Se levantó por la mañana e hizo lo de costumbre. Tras desayunar se vistió y al pasar frente al espejo se sintió guapa. Fijó su atención en un punto impreciso del lóbulo de su orejita izquierda. Introdujo multitud de cosas en su bolso y tuvo la sensación que se dejaba algo.
Salió a la calle y la euforia que había sentido minutos antes se revitalizó. Una mañana radiante de sol ponía claridad en las perspectivas. Titilaban suavente las hojas de los árboles por la fresca brisa. Al fondo, sobre el horizonte, se reflejaba en el mar una veladura blanca de nubes apenas esbozada. El oscuro mar del trópico ofrecía su contrapunto.
Salió a la Avenida del Malecón e hizo "botella". Iniciado el gesto de levantar el dedito oscuro con la uñita pintada de rojo bermellón paró al instante un carro negro, potente y nuevo.
El funcionario de alguna embajada, con traje claro, entrado en años y algo panzón miraba con cierto disimulo las torneadas piernas trigueñas mostradas hasta un punto de ensueño. Mientras sorteaban los profundos baches, patrimonio nacional, por las amplias avenidas flanquedas de tamarindos y pintadas de malpacífico un ligero movimiento elongaba la blusita de la chica abriendo promesas cálidas en su busto. Preguntas de entrada con única salida intercambiaban el hombre y la chica. Intermediaban unos cucs. El malecón se extendía eterno, como una larga cicatriz de piedra oscura viajando por el espacio.
A intervalos salpicaban las olas la calzada.
El coche enfiló por las calles estrechas de la Plaza de San Francisco. Frente a un portal, con olor a tiempo y abandono, parquearon y salieron. La chica se acomodó su minifaldita y pasó delante. Los ojos del Diplomático se acomodaban al ritmo de las caderas firmes y rítmicas de la mulata. Se apartaron a su paso dos trigueños, una mami negra universal y tres peste-patas españoles que parecían caídos del cielo o levantados del suelo. Entraron en la habitación.
Ladró un perrito en la calle. Una voz de mujer, desde algún balcón, bajaba a gritos una comanda hasta la calle.
Salieron de la habitación. El diplomático andaba delante y la mestiza miraba con asco su caída de pantalón. Se apartaron a su paso tres peste-patas españoles, una mami universal y dos trigueños. Frente al malecón quedó la mulata.
Apenas iniciado su gesto con su dedito fino, rematado por su uñita pintada de rojo, su piel oscura, sus ojos negros, sus labios carnosos, sus pómulos altos, redondeados, orientales, sus tersuras apuntando las estrecheces, sus piernas largas y torneadas enmarcando pensamientos de macho y un coche blanco, nuevo y potente.
Ladró un perrito en la calle y ladró un perrito en la calle.
Por el malecón, plateada de luna su piel oscura. Sus ojos con reflejos de estrellas. En su pelo encaracolado de azabache perlas blancas de brisa.
Una sonrisa feliz y como un escalofrío de amor y entrega cuando ve, a lo lejos, a su papi blanco. Por el malecón, hacia la noche, van los dos abrazados, la chica besa a su chico mientras sueña el paraíso esta noche.
TURKANA
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