"...si al menos existiera una razón para vivir, se dijo. Una sola. Con una bastaría. ¿Acaso no podría encontrar una razón para seguir viviendo? Con una única bastaría. ¿Pero cuál?"...No sería ni dinero, lo tenía todo. Ni poder, el que deriva del dinero. Tampoco sexo, el que se compra con dinero. No sería amor. Se tiene o no se tiene. Y esto no depende del dinero, a menos que se autoengañe. Y el que se compra con dinero no es amor.
"...El miedo a morir, sí; ésa podía ser una excusa. Una excusa, pero no una razón. O la curiosidad por el futuro, siempre existe el deseo de saber lo que va a suceder, lo que ha de venir...Pero tampoco era una razón: todo lo que sabía del porvenir era tan oscuro como aterrador.
Una razón, sólo una razón...Necesitaba encontrarla para alejar aquel doloroso metal frío de su lengua, un órganos que se apartaba a su contacto con el instinto del caracol que se esconde en su concha al presentir el peligro.
Tenía que haber razones..., tenía que encontrar las suyas..., una razón al menos...
¿Pero cuál?
La vida. Sí, desde luego la vida no era sólo una razón: era una obligación...Porque tal vez fuera una mierda, pero al fin y al cabo era lo único que tenía. Esa podía ser una primera razón.
La vida y tal vez..., sí, algunas personas que había conocido...Había personas por las que se merecía vivir, a las que había valido la pena conocer...Había gente estupenda con la que se podía disfrutar de una buena compañía...¿Por qué no iba a encontrar más personas como ellos?
Pero también había emociones y deseos por los que la vida merecía vivirse...La propia Marcha Radetzky, desde luego, que convertía en una inundación de alegría universal la siempre nevada mañana vienesa. Aquella música y también el Adagio de Albinoni..., por supuesto. Y los girasoles que pintó Van Gogh...Y..., bueno, si continuaba pensándolo había un buen racimo de motivos para gozar y sentirse bien antes de que los huesos se volvieran al polvo; leer de nuevo a Dostoievsky, escuchar otra vez a Plácido Domingo, sentarse a contemplar un amanecer en el Mediterráneo, desayunar en el parisino Café de Flore, la pequeña Verónica...
Muchas cosas, sí, claro, repetía; muchas, por supuesto: la risa de un niño, dormir abrazado, el parque del Retiro la mañana de un lunes, oír llover desde la cama, el aroma de un horno de pan, sentir la mirada del deseo en la persona elegida, un nuevo y gran amor...
Caminó sin prisa por la Wipplingerstrasse hasta la Börseplatz. Tenía toda la vida por delante y haría todo aquello que alguna vez había deseado y nunca tuvo tiempo de hacer: aprender buceo en Dakar, un curso de piloto de helicópteros en Singapur, otro de repostería en un convento de San Millán... En la Börseplatz giró a la izquierda por la Rockhgasse y se adentró por la Helferstorferstrasse. Esgrima, surfing, paracaidismo...También se doctoraría en Economía en la Universidad de Cambridge, nunca tuvo ocasión ni calma para escribir una tesis doctoral...
La vida, después de todo, no era una cebolla, sino una rosa, y no se envolvía en capas que arrancar sino en pétalos que deshojar. Y al final de los pétalos, al final del aromático corazón de la corola deshojada, se encuentran los estambres y los pistilos formados por mil pequeños órganos productores de polen, innumerables granos de polen que son las minúsculas semillas que guardan una promesa cada una. La vida es una rosa que brota y se cubre de hermosos pétalos de color para encubrir la continuación de la vida. Continuar la vida. Y desde aquel momento la iba a vivir de verdad. Libre, sin temerla ni temerse a sí mismo. Sin miedos..."
Extractado de la novela La noche del Tamarindo
Autor: Atonio Gómez Rufo
TURKANA