lunes, 22 de diciembre de 2008

LA VIDA ANTE SÍ de Émile Ajar


Lo primero que puedo decirles es que vivíamos en un sexto piso sin ascensor y que para la señora Rosa, con los kilos que llevaba encima y sólo dos piernas, aquello era toda una fuente de vida cotidiana, con todas las penas y los sinsabores. Así nos lo recordaba ella cuando no se quejaba de otra cosa, porque, además, era judía. Tampoco tenía buena salud, y otra cosa que puedo decirles es que era una mujer que merecía un ascensor.

La primera vez que vi a la señora Rosa tendría yo tres años. Antes de esas edad no se tiene memoria y se vive en la ignorancia. Yo dejé de ignorara a la edad de tres o cuatro años y a veces lo echo de menos.

Había en Belleville otros muchos judíos, árabes y negros, pero la señora Rosa tenía que subir los seis pisos ella sola. Decía que el día menos pensado se moriría en la escalera y todos los chiquillos se echaban a llorar, que es lo que se hace cuando se muere alguien. Unas veces allí éramos seis o siete y otras veces más.

Al principio, yo no sabía que la señora Rosa me cuidaba por un giro que recibía a final de mes. cuando me enteré, tenía ya seis o siete años, y para mí saber que era de pago fue un golpe. Creía que la señora Rosa me quería desinteresadamente y que éramos algo el uno para el otro. Estuve llorando toda una noche. Fue mi primer desengaño. Al verme tan triste la señora Rosa me explicó que la familia no significa nada y que hasta los hay que se van de vacaciones dejando al perro atado a un árbol y que cada año mueren tres mil perros privados del cariño de los suyos. Me sentó en su regazo y me juró que yo era para ella lo más valioso del mundo. Pero entonces me acordé del giro que llegaba todos los meses y me fui llorando.

Bajé al café del señor Driss y me senté delante del señor Hamil, que era vendedor ambulante de alfombras en Francia y había visto de todo. El señor Hamil tenía unos ojos muy bonitos que da gusto verlos. Cuando lo conocí, era ya muy viejo y después no ha hecho más que envejecer.

-¿Por qué sonríe siempre, señor Hamil?
-Para dar gracias a Dios todos los días por mi buena memoria, mi pequeño Momo.

Yo me llamo Mohamed, pero todos me llaman Momo, que es más de niño.

La vida ante sí
Émile Ajar

Momo, un niño musulmán que no ha conocido a sus padres, cuenta su estremecedora peripecia vital al lado de la señora Rosa, una anciana judía, superviviente de Auschwitz, que acoge a los hijos de las prostitutas en su pensión clandestina de Belleville, un suburbio parisino donde malviven emigrantes ilegales de todas las procedencias, chulos, drogadictos y toda suerte de perdedores.

Momo no tiene a nadie en el mundo, y cuando se entere que la señora Rosa padece una arterioesclerosis cerebral intentará luchar contra la decrepitud que va consumiendo inexorablemente a la vieja prostituta, a pesar de los cuidados que le prodiga la señora Lola, un ex boxeador senegalés transexual y el señor Walouma, un barrendero del Camerún.

A través de la mirada de Momo, enfrentado prematuramente a la crudeza de una vida que no perdona, el lector se sumerge en las descarnadas reflexiones de un niño que habla de su mundo, del racismo, la soledad y el miedo, con una rara mezcla de humor, ingenuidad y ternura.

TURKANA

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