sábado, 18 de julio de 2009

ESPERANDO A LOS BÁRBAROS


La herida de la mejilla, que nunca me he lavado ni vendado, está tumefacta e infectada. Una costra como una oruga gruesa se ha formado sobre ella. El ojo izquierdo es una mera raya, la nariz una protuberancia informe y palpitante. Tengo que respirar por la boca.

Estoy echado en medio del hedor de vómitos secos, pensando obsesivamente en el agua. No he bebido nada en dos días.

No hay nada ennoblecedor en mi sufrimiento. Apenas algo de lo que llamo sufrimiento es siquiera dolor. Lo que me hacen padecer es el sometimiento a las necesidades más elementales de mi cuerpo: beber, evacuar, encontrar la postura en que menos duele. La primera vez que el suboficial Mandel y su hombre me trajeron de vuelta aquí y encendieron la lámpara y cerraron la puerta, me pregunté cuánto dolor sería capaz de resistir un viejo rollizo y comodón en nombre de sus excénticas ideas sobre cómo debería conducirse el Imperio. Pero a mis torturadores no les interesaban los distintos grados de dolor. Únicamente les interesaba demostrarme lo que significaba vivir en un cuerpo, solo como un cuerpo, un cuerpo que puede abrigar ideas de justicia solo mientras esté ileso y en buen estado, y que las olvida tan pronto como le sujetan la cabeza y le meten un tubo por la garganta y echan por él litros de agua salada hasta que tose y tiene arcadas y sufre convulsiones y se vacía. No vinieron para sacarme a la fuerza el relato de lo que les había dicho a los bárbaros ni de lo que los bárbaros me dijeron a mí. Por tanto, no tuve ocasión de espetarles a la cara las palabras altisonantes que tenía preparadas. Vinieron a mi celda para enseñarme el significado de la palabra "humanidad", y me enseñaron mucho en el espacio de una hora.

J. M. Coetzee tiene la capacidad de Dostoievski para narrar los conflictos humanos interiores: las grandes pasiones y las pequeñas, el diálogo interior entre la sociedad, el poder y el individuo, la lucha que acontece en cada uno de nosotros por reafirmar nuestra individualidad frente a multitud de factores disolventes. En suma, Coetzee descubre las fuentes de ese gran río interior que nuestro cerebro segrega y que, incesantemente, siempre misterioso, nos llena de su rumor.

Crea personajes reales, qué más da que sean una mezcla de varios reales o de ficticios con rasgos reales. Son tan reales que aunque fueran soñados lo seguirían siendo, aunque fuesen inventados no dejarían de serlo. No son reales principalmente porque estén insertos en una época determinada, en una cultura o sociedad, como la sudafricana del apartheid. Ni siquiera lo son más por mucho que esa sociedad sea tan marcada, de rasgos, individuales y colectivos, tan terribles. El sufrimiento y las bajezas, la barbarie siempre es individual. Una época no es bárbara, ni lo es un colectivo histórico, social o, incluso, político. Son sólo los sistemas que permiten que afloren, que concitan, que sintonizan, que condescienden e, incluso, positivizan la barbarie, el canibalismo inteligente humano individual. Es la humanidad afectada, previa a todo, la única capaz de desplegar ese ritual inteligente de sangre y sufrimiento infinitos, a veces, humanos. Sólo se sufre lo que de alguna manera se puede percibir de una forma inteligente. La inmensidad del horror surge de comprender ese horror, de intentar comprenderlo, de verlo reflejado en los demás. Este "ver en los demás" es una auténtica capacidad humana de entender, se sentir. La empatía de los psicólogos. Ponerse en el lugar del otro, sin ser el otro. Ver cómo sufre el otro para saber cómo se podría llegar a sufrir. Provocar el sufrimiento del otro sabiéndose a salvo. Viendo sufrir a los demás se siente uno más libre. Hacer sentir y pensar sobre el dolor. Siempre van unidos el dolor físico y moral, aunque su relación sea inversa. Cuando el dolor físico es muy intenso, la moral, la centralidad individual humana se disuelve, y cuando el dolor, poco a poco, se va disolviendo en oleadas cada vez más planas vuelve esa moral, y vuelve el recuerdo del sufrimiento pasado. Pero no es el dolor pasado. Ningún recuerdo del horror se puede rememorar. Siempre se elabora. Una centralidad egocéntrica no es compatible con los estados más extremos del sufrimiento. Se recuerdan los horrores del campo de concentración por los que los sufrieron pero no son los horrores que sufrieron. No pueden serlo.

El horror en Sudáfrica es insondable. ¿Cuánto dolor cabe en el corazón humano? ¿cuánto dolor puede soportar el cerebro del hombre antes de desconectarse? Más del que cabe, más del que soporta. Porque el horror sigue siendo horror aunque ya no estemos nosotros. El horror, la barbarie y la depravación siguen existiendo aunque ya no estemos nosotros. Es horrible esa entropía de las almas, esa putrefacción lenta o rápida, de los cuerpos. Aunque siempre requiere una mirada, un espectador. El punto de vista no es objetivo, como nunca es inocente. No fueron inocentes los alemanes, los españoles, ni los incas, ni los aztecas. Ni somos ahora mismo inocentes de la culpa de los entonces. Quizá sea esa la mejor explicación del pecado del primer hombre, la mejor parábola de la transmisión de ese pecado Eva-Adán a toda la especie humana.

¿Hay esperanza? ¿habrá alguna vez paz en el corazón humano, sosiego, cesará la terrible violencia, el espanto, el inmenso sufrimiento de los hombres? ¿puede cesar?

desde luego se opone al espanto toda la maravillosa luz de la vida, la salud, la juventud, la fuerza, el erotismo, la sensualidad, el sexo, el conocimiento, la sensibilidad y esa extraña manera de perversión llamada bondad. Una perversión negativa. Los ángeles blancos del hombre, sólo que llevan en sí las larvas de los ángeles negros. Larvas que pueden crecer o mutar, y florecer en circunstancias propicias. Prever el favor de estas circunstancias debería ser una tarea nuestra para prevenir que se dieran. Pero, ¿es posible? Es deseable. ¿Por qué es deseable?

Esperando a los bárbaros es una novela de clara intención moral: parábola de una Sudáfrica desquiciada por el racismo, toda ella es una denuncia de la brutalidad, de la arrogante ignorancia del poder; como contrapunto, el magistrado se erige en símbolo de la razón humanitaria, avasallada por una violencia inducida. Escrita con una admirable economía de medios, este es un ejercicio de maestría literaria que inevitablemente inquieta y fuerza a pensar.

J. M. Coetzee nació en 1940 en Ciudad del Cabo y se crió en Sudáfrica y Estados Unidos. Profesor de literatura en la Universidad de Ciudad del Cabo, traductor, lingüista, crítico literario y Premio Nobel de Literatura en 2003.

TURKANA

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