jueves, 18 de septiembre de 2008

ADAGIO NOCTURNO


Una cabaña construida con troncos de madera. En el Portarró, un puerto de montaña para cabras, aventureros y el viento de la noche que ulula por las quebradas y el angosto desfiladero. Colgada en un camino, no más ancho que ella misma, que asciende por los precipicios hasta las cimas de niebla y nieve. Al otro lado, desplomado desde las alturas, el lago de San Mauricio y, de frente, azotados por el viento inclemente los Encantados, dos gigantes gemelos cristalizados por el aire glaciar.

Sobre la cabaña, el frío y la alta montaña extremos. Bajo ella, la cordillera en descenso hacia los valles donde confluyen torrentes y torrenteras, se tapizan de hierba los prados y se diseminan los pueblos pétreos del Pirineo.

Aislada en medio de la nada, a medio camino de todo, cercada por el viento y la montaña, ceñida por el frío y navegando en la noche infinita está la cabaña. Un mastín enorme acurrucado entre el calor de la leña seca la mira desde fuera. Y desde dentro, abriendo el cuarterón, Margot, al perro y a la pared negra de la noche. Por la luz de un farolillo racheada por el viento navegan sus miradas.

Alexander, con el rostro encendido por las ascuas de la lumbre y el placer reciente que aún le perla la frente, entreabre los ojos y ve a Margot en la ventana. Su cuerpo desnudo, su piel blanca. La delicada curva de su espalda, sus nalgas firmes y sus piernas torneadas. Ve sus tobillos destilados en ternura y el albo perfil del pie como un misterio de la mujer. En ese momento no existe más que esa maravillosa mujer, ella encarna a todas y la existencia se ha comprimido en ese espacio de piel femenina.

Sus ojos de hombre, de animal montaraz, por un momento atisban la vida y adormecen su mirada entre la espesura del pelo negro de Margot.
TURKANA

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